“Es inesperado pero muy bienvenido”.
“Vaya, me alegro de escuchar esto. No se crea que todas las que pasan por aquí están tan felices de su estado”.
Mientras esperaba que dijeran mi nombre en voz alta, recordaba aquel gracioso intercambio con el primer ginecólogo que confirmó el embarazo. Aunque sólo había pasado poco más de un mes, me parecía una eternidad con sólo pensar en las incontables náuseas, el sueño repentino o aquel terrible resfriado que acababa de pasar sin haber podido tomar medicación que lo aliviase. Fuese como fuese, me consolaba el pensar que casi me había graduado del terrible primer trimestre.
Era la visita de la semana doce, la de la segunda ecografía, la del pequeño alien. Bastante más clara que la primera, esa especie de habichuela extraña que tan sólo viene a confirmar visualmente que estás encinta.
“Vamos a ver qué hay por aquí. ¿Ya sabes si es niño o niña?”.
“No hemos hecho el test genético, no nos importa confirmarlo dentro de unas semanas. En realidad, nos importa poco si es niño o es niña”. Sonrisas.
La calidez inicial de la conversación se fue helando al cabo de los minutos, como el gel untado en el vientre por donde se mueve el ecógrafo.
“Si te parece bien, me gustaría hacerte otra de tipo vaginal, necesito ver mejor la imagen”.
“No me importa, haz lo que creas conveniente”.
La exploración continuó completamente en silencio. Yo ya sabía que algo iba mal, apenas podía distinguir el contorno del feto.
“¿Cómo lo ves?”
“Ahora te llamará la doctora para comentar resultados”.
Un nudo en la garganta descendía con el mismo nerviosismo con el que me subía los pantalones. Una parte de mi batallaba contra mi lado racional asegurándome que es que los estadounidenses son así, de cortesía superficial. O que, quizá el idioma, me hubiera jugado una mala pasada. O que simplemente estaba un poco nerviosa por el hecho de haber tenido que ir sola a la visita, aunque hasta entonces no me hubiera importado. ¿Por qué me están haciendo esperar? ¿Por qué cortó el sonido del latido del corazón al segundo de empezar a sonar en la pantalla? ¿Por qué?
“Lo que hemos visto es muy preocupante”.
Mi doctora no había aparecido. Una enfermera con cara de póker y dificultades para mirarme a la cara empezó así su alocución.
Quizá la ginecóloga no ha podido aparecer porque, al estar también embarazada, se ha encontrado indispuesta. De nuevo, mi lado optimista intentando sobreponerse mentalmente a la realidad.
“El siguiente paso es ir al hospital. En la unidad especializada deben hacerte pruebas y deberás decidir qué hacer con el embarazo. Nosotros desde aquí sólo podemos aconsejarte que les contactes lo antes posible”.
¿Está hablándome de un aborto evitando pronunciar la palabra? ¿Qué coño han visto que no me quieren decir? ¿Por qué mandan a una enfermera y mi doctora no es capaz de decirme a la cara qué creen que está pasando? —mi racionalidad, in crescendo en mi cabeza, acallando a mi inocencia.
“Como entiendo, está sugiriendo una interrupción del embarazo sin decirlo con esas palabras”.
“No me corresponde a mi hacer un diagnóstico, debe de ser el especialista”.
“Como usted dice, no es una especialista. ¿Puede ser que una vez vaya al hospital digan que no pasa nada?”
“Le voy a ser franca. A veces vemos cosas raras, enviamos a la paciente a la unidad y regresan a las semanas con un diagnóstico optimista o simplemente con un embarazo que hay que vigilar. En su caso, me sorprendería”.
El siguiente paso fue enseñarme un pasillo por el que salir sin necesidad de pasar por la sala de espera, donde siempre hay parejas felices y mujeres con grandes barrigas de embarazada.
Ya en la calle, rompí a llorar como una niña desvalida y sin consuelo. Como cuando los infantes, que aún no conocen sus límites emocionales, dan rienda suelta sin filtros a un profundo dolor interno ante cualquier cosa que consideren un enorme desagravio.
“Estaba hablando de aborto sin pronunciar la palabra aborto. Tú mismo lo oíste en la llamada. No puedo creerme que la doctora mandase a una enfermera a la que le costara mirarme a los ojos”.
“Lo sé, lo siento, mi vida. Esta tarde sale un avión de vuelta. Mañana mismo estoy allí contigo. Helena, ve a casa, están tus padres, descansa”.
Intenté desconectar la cabeza y el piloto automático me llevó directamente a la oficina. Quería estar sola, desaparecer, rellenar el jodido formulario del hospital, saber qué coño estaba pasando.
“Por favor, tienen que darme una cita antes del fin de semana. En la clínica me han dicho que el bebé está mal, estoy en la semana doce, necesito saber qué le pasa”.
“Lo siento, mañana es viernes y el lunes está completo”.
Cuando me cansé de mirar a la pared y los ojos ya me escocían, entendí que en algún momento iba a tener que volver a casa y contar lo que sucedía. En comerme la tragedia en ciernes y ponerle buena cara al mundo, a quienes no debían enterarse de lo que pasaba. En jugar y sonreírle a mi hija de tres años. En sobrevivir, como pudiera, a cuatro días de absoluta incertidumbre. Llegué y fui todo lo escueta y estoica que pude con mis padres, pese a que internamente daba gracias infinitas de que justo esa semana estuvieran de visita y que mi madre fuese, como siempre, dulce y comprensiva. Toda la vida he sido especialmente inútil a la hora de dar malas noticias. Una de las mayores ironías de mi vida, teniendo en cuenta que soy periodista.
En seguida me metí en la cama. No se me ocurrió otra forma de desaparecer, y soñé con ella, con la bebé. Como en una novela de realismo mágico, sostenía un pequeño dedo que de repente desaparecía. Y entonces murmuré bajo la sábana mientras se me sacudían las entrañas: hasta siempre, pequeña. No llegué a conocerte pero te sentí. Ten la seguridad de que siempre te vamos a querer.
Vos crees que puede haber seres tan inmundos y oscuros que porque cuentes este dolor que te toca pasar desgraciadamente, abandonen la suscripción ? Si es así, yo nos los quisiera como suscriptores, en buena hora que se vallan !! Los mejores deseos Helena !! ❤
Lo siento Helena, que trago tan amargo, un fuerte abrazo desde el ❤️
Luna